lunes, 25 de agosto de 2014

Feromonas salvajes


Habían pillado un atasco increíble en las Ramblas. Ya se sabe, iba pensando el taxista: junio, viernes, doce de la noche... Y sin embargo estaba contento. Una carrera como aquélla hasta la Avenida Pearson no bajaría de los 20 euros y estos eran de los que dejan propina. Se les ve gente distinguida, de clase alta. ¡Menudo abrigo de pieles me lleva ella! Si es que venir a estas horas por el Liceo es toda una garantía. ¿Qué ha sido eso?

Miró por el retrovisor y vio que el pasajero se retorcía en el asiento intentando bajarse los pantalones. Supuso que se había quitado el cinturón y que eso sería el ruido que había oído. ¿Y ella...? ¡Dios! ¡Tres cuartos de lo mismo! ¡Ya estamos! No si ya no te puedes fiar ni de tu propia madre.

Pasados apenas dos minutos, en el taxi olía a sexo. Todo apestaba a sexo. Carne, sudor, efluvios amorosos. Jadeos salados. Creía que iba a volverse loco, que paraba y los bajaba a patadas. Se lo dejarían todo perdido. Quién sabe si luego, por los asientos traseros, encontraría un condón o unas bragas aún húmedas. O peor, la odiosa mancha que dejaría para siempre una huella amarillenta de la maldita corrida de aquel apuesto señor de unos 50 años que mientras le lamía el sexo a una voluptuosa joven de no más de 30, se deshacía de placer sintiendo como ella tiraba de su pelo. Si se lo juran, no se lo cree. Tan correctos los dos, tan elegantes en sus trajes, recién salidos de la ópera. ¡Y mira!

Aquella mujer no paraba de jadear mientras él mascullaba “Te como, te como toda. Toda para mí”. “¡Ay, sí! Cómeme, cómeme, papito... ”, contestaba ella. Y así pasaron unos minutos más hasta que José Antonio Fernández, conductor de taxi desde los veintiuno y que había visto de todo y oído de todo y sufrido de todo en su taxi (¡más de treinta años de experiencia!), censuró su éxtasis de voyeur,  decidido a girar en la esquina, estacionar y soltarles la bronca. Una de dos, o se comportaban, o se apeaban. ¡Y punto, hombre! Pero al ponerse el semáforo en verde y ya indicado el giro a la derecha, notó que su miembro se había agrandado, que se le apretaba contra la cremallera y que un ardor abrasivo le subía de sus partes. Hacía cinco años que no sentía el deseo punzante, el hambre de sexo. No podía parar, no en ese estado; se avergonzaba de su estado. Total que siguió la carrera, cinco minutos más, como pudo, tragando saliva, pensando en la muerte, en su padre...  Que ya lo decía su padre: “Tú cuando veas que vas a correrte te pones a pensar en algo que te dé pavor; chico, no sé yo, en... en la muerte; yo pienso en la muerte; sí, sí, no te rías.  Yo me veo allí en el ataúd, los gusanos campando a sus anchas por entre mis vestiduras y uno que me sale por el cuenco de un ojo... No sé, me entra un escalofrío... Y si no, ¡un crucifijo! Sí hombre, tú te pones un crucifijo en la cabecera de tu cama y cuando te la estés montando, a la tipa que sea y veas que te vas a correr, levantas la cabeza pa allí, y ya, ya verás cómo viene el Espíritu Santo a defenderte, macho! ¡Anda que no tenía yo contenta a tu madre! Cómo gritaba de placer la muy puta.” ¡Ay su padre! ¡Si lo viera ahora!

Para cuando llegaron, se le había pasado la calentura, y los otros, los de atrás, se estaban acicalando. Habían terminado. ¿Cómo? ¿Cuánto hacía? José Antonio Fernández ni se había enterado. Bastante tenía él, José Antonio Fernández, casado con Dolores Sarmiento, sin hijos, y taxista de toda la vida,  bastante tenía él con concentrarse en la carrera y no mancharse. Poco después de bajarse ellos, a una distancia prudente, estacionó y descendió del coche para comprobar el estropicio. No habían ensuciado nada. Todo en orden. Empezó a dudar de todo lo visto, oído, olido. ¿Serían alucinaciones? ¿Lo habría imaginado todo?

Durante el siguiente trayecto, las imágenes de lo sucedido le asaltaban desordenadamente y no le daban tregua y, para colmo, la cara de su mujer se le entremezclaba imposible de encajar en aquel puzzle. Hacia la una de la madrugada aceptó que ya no podía trabajar tranquilo así que decidió que lo dejaba y se dirigió a su casa. Media hora más tarde llegó. Entró a tientas en el recibidor y sin encender la luz, lleno de un deseo insospechado del que ya no se creía capaz avanzó hacia el dormitorio, empalmado de nuevo. Desde el quicio de la puerta sintió la respiración de su mujer, su olor. Desesperado, se abalanzó sobre ella, muerto de hambre de un cuerpo, dispuesto a engullirla con la brutalidad ancestral de los océanos. Hacía cinco años que dormían en la misma cama sin tan siquiera rozarse los pies.

A la mañana siguiente sentados delante del café, él la miró. Orgulloso y atrevido por su reciente capacidad amatoria, con una sonrisa más pícara que tierna, le dijo: “qué gustito te di anoche, ¿no? ¿Satisfecha?”. Ella, Dolores Sarmiento, se bebió su café negro de un sorbo, se incorporó de su asiento decidida, se fue hacia la silla del hombre, la giró, y se colocó exactamente frente a él. Lo miró un instante, se inclinó como para besarlo y, acto seguido, le propinó una tremenda bofetada.

miércoles, 20 de agosto de 2014

VITA, HAROLD Y VIRGINIA



"Victoria Mary Sackville-West,  La Honorable Señora Nicolson,  conocida como Vita Sackville-West, fue una poeta inglesa, novelista y jardinera. Su largo poema narrativo, La Tierra, ganó el Premio Hawthorn en 1927. Lo ganó una vez más en 1933 con sus Collected Poems, y hasta el momento es la única persona que ha ganado el premio dos veces. Ayudó a crear su propio jardín en Sissinhurst, Kent en el Castillo de Sissinghurst, adonde se mudó con su marido  Harold Nicolson."  (Wikipedia)


Visité Sissingburst este verano, en el estado de Kent, England. Yo iba a visitar el jardín pero me encontré  una exposición con motivo de los 100 años del aniversario de su boda. La exposición explica la historia de la boda de Vita y Harold y de su heterodoxo matrimonio. Me pareció una historia increíble, pero entrañable y admirable según la correspondencia entre los dos... y llena de... ¿amor? ¿Amor? ¿Se amaban? ¿De qué manera? Pues a juzgar por la correspondencia de uno y de otro,  Vita y Harold se amaban/ se querían, de una manera muy especial, más allá de reglas y convenciones sociales. Ambos, Vita y Harold mantuvieron simultánea y abiertamente relaciones con personas de su mismo sexo; relaciones que eran consentidas por los dos. Seguramente llegaron a un grado de respeto, confianza y complicidad a la que pocos matrimonios o parejas llegan nunca.


Entre las "amantes" más conocidas de Vita, está la escritora Virgina Woolf. Se da por sentado que hubo sexo entre ellas... pero también hay quien lo niega. Lo que sí hubo fue desde luego una gran admiración de una hacia la otra, una poderos comunión de almas y una gran compenetración intelectual. Vita admiraba el talento como escritora de Virginia. Virginia admiraba de Vita su coraje, pues Vita  fue, dentro de los límites que imponía su clase aristocrática, abiertamente lesbiana. 

Algunas líneas de la correspondencia entre ellas, o de sus diarios, me parecen de una gran belleza y ternura y me conmueven.

De Vita a Virginia:

"Es increíble lo esencial que te has vuelto para mí... Maldita seas, criatura mimada. No conseguiré que me ames más traicionándome así", Vita a Virginia, desde Trieste, 21 de enero de 1926.

De Virginia a Vita:

The Hogarth Press,

52 Tavistock Square, W.C.1

Martes 2 de febrero de 1926

(...)

Ahora debo terminar esta carta. Y no he dicho mucho de nada ni te he dado una idea de las altísimas y aterradoras olas y los profundos pozos infernales que asciendo y desciendo en pocos días. Como todos. Subimos y bajamos violenta, incesantemente, y me siento algo avergonzada, ahora que trato de escribirlo, de ver qué minúsculo egoísmo hay en el fondo de todo eso, por lo menos en mi caso: que no puedo escribir mi novela, que debo salir a tomar el té, que tendría que comprar un sombrero. Ah, pero también está Vita. Quererla no es un egoísmo minúsculo.

¿Sabes que esta mañana sufrí un verdadero golpe de decepción? Estaba segura de que tendría una carta tuya, la abrí, y en su lugar encontré una carta de una mujer (Ethel Pye) que hace diez años se sentó frente a mí en un ómnibus azul y que ahora quiere venir a hacer un busto mío. Pero la adulación implícita me enfadó tanto, que otra vez estuve maldiciendo: no hay intimidad, siempre hay gente que viene y no hay carta tuya. ¿Por qué no? Sólo una nota desde Dover y un gemido salvaje melancólico adorable desde Trieste*.

Y tampoco ninguna fotografía.

Adiós, queridísima criatura lanuda.

Tuya, V. W.



De Vita a Harold:

“Quiero a Virginia, ¿Quién no lo haría?, pero realmente, querido, mi amor por Virginia es una cosa diferente de las otras: es una cosa mental, una cosa espiritual, una cosa intelectual. Me inspira un sentimiento de ternura que supongo deriva de la divertida mezcla que presenta de fortaleza y debilidad. La fortaleza de su mente y su terror permanente de volverse loca otra vez… No se qué efecto podría tener para ella. Éste es un fuego con el que no me quiero quemar… Le tengo demasiado afecto y un gran respeto. Además, ella sólo lo hizo con Leonard, un terrible error, y enseguida lo dejaron. Así que, para ella, todo es desconocido. O sea que ya lo ves, en este caso soy prudente; lo sería menos si me sintiese más entusiasta… déjame serte franca… me he acostado dos veces; eso es todo; me parece que ya te lo había comentado. Ahora ya lo sabes y espero que no te haya ofendido.”


Del Diario de Virginia: 

“Vita vendrá mañana a comer. Será un gran entretenimientoy un gran placer. Resulta curioso observar nuestra relación: tan ardiente cuando nos separamos en enero… y ¿ahora qué? Me gusta su presencia y su belleza. ¿Estoy enamorada de ella? ¿Qué es estar enamorada?”

¿Qué es estar enamorada? ¿Qué es amar?
Siempre me hesentido apasionada por el personaje y la escritura de Virginia Woolf. Hoy, me declaro eternamente enamorada de Virginia Woolf. Y admiradora de Vita. 


 

jueves, 7 de agosto de 2014

AMAR ES LO QUE QUEDA

                             (Para O.)


Recuerdo aquella copa juntos.
Manos y mirada delataban
tu deseo.

Quedaba la noche... 

Me regalaste tus poemas
de pesadillas y sueños. 
Y así me enamoré entonces
del habitante de tus versos 
y te dejé entrar en mi vida. 
Dejábamos de estar a destiempo.  

Quedaba la noche... 

Quise ser esa mujer que clamabas
desde tus letras y tu soledad. 
Quise ser los labios,
dulces y salados, 
la mano, la piel, 
los ojos que
amaban tus ojos.
Deseé ser la mujer y
que tú fueras
el hombre de mi sueño.


Amanecimos solos...

Amar es lo que queda.