Habían pillado un atasco
increíble en las Ramblas. Ya se sabe, iba pensando el taxista: junio, viernes, doce
de la noche... Y sin embargo estaba contento. Una carrera como aquélla hasta la
Avenida Pearson no bajaría de los 20 euros y estos eran de los que dejan propina.
Se les ve gente distinguida, de clase alta. ¡Menudo abrigo de pieles me lleva
ella! Si es que venir a estas horas por el Liceo es toda una garantía. ¿Qué ha
sido eso?
Miró por el retrovisor y vio
que el pasajero se retorcía en el asiento intentando bajarse los pantalones.
Supuso que se había quitado el cinturón y que eso sería el ruido que había
oído. ¿Y ella...? ¡Dios! ¡Tres cuartos de lo mismo! ¡Ya estamos! No si ya no te
puedes fiar ni de tu propia madre.
Pasados apenas dos minutos, en
el taxi olía a sexo. Todo apestaba a sexo. Carne, sudor, efluvios amorosos.
Jadeos salados. Creía que iba a volverse loco, que paraba y los bajaba a
patadas. Se lo dejarían todo perdido. Quién sabe si luego, por los asientos
traseros, encontraría un condón o unas bragas aún húmedas. O peor, la odiosa
mancha que dejaría para siempre una huella amarillenta de la maldita corrida de
aquel apuesto señor de unos 50 años que mientras le lamía el sexo a una
voluptuosa joven de no más de 30, se deshacía de placer sintiendo como ella
tiraba de su pelo. Si se lo juran, no se lo cree. Tan correctos los dos, tan elegantes
en sus trajes, recién salidos de la ópera. ¡Y mira!
Aquella mujer no paraba de
jadear mientras él mascullaba “Te como, te como toda. Toda para mí”. “¡Ay, sí!
Cómeme, cómeme, papito... ”, contestaba ella. Y así pasaron unos minutos más
hasta que José Antonio Fernández, conductor de taxi desde los veintiuno y que
había visto de todo y oído de todo y sufrido de todo en su taxi (¡más de
treinta años de experiencia!), censuró su éxtasis de voyeur, decidido a girar en la esquina, estacionar y
soltarles la bronca. Una de dos, o se comportaban, o se apeaban. ¡Y punto,
hombre! Pero al ponerse el semáforo en verde y ya indicado el giro a la
derecha, notó que su miembro se había agrandado, que se le apretaba contra la
cremallera y que un ardor abrasivo le subía de sus partes. Hacía cinco años que
no sentía el deseo punzante, el hambre de sexo. No podía parar, no en ese
estado; se avergonzaba de su estado. Total que siguió la carrera, cinco minutos
más, como pudo, tragando saliva, pensando en la muerte, en su padre... Que ya lo decía su padre: “Tú cuando veas que
vas a correrte te pones a pensar en algo que te dé pavor; chico, no sé yo,
en... en la muerte; yo pienso en la muerte; sí, sí, no te rías. Yo me veo allí en el ataúd, los gusanos
campando a sus anchas por entre mis vestiduras y uno que me sale por el cuenco
de un ojo... No sé, me entra un escalofrío... Y si no, ¡un crucifijo! Sí hombre,
tú te pones un crucifijo en la cabecera de tu cama y cuando te la estés montando,
a la tipa que sea y veas que te vas a correr, levantas la cabeza pa allí, y ya,
ya verás cómo viene el Espíritu Santo a defenderte, macho! ¡Anda que no tenía
yo contenta a tu madre! Cómo gritaba de placer la muy puta.” ¡Ay su padre! ¡Si
lo viera ahora!
Para cuando llegaron, se le
había pasado la calentura, y los otros, los de atrás, se estaban acicalando.
Habían terminado. ¿Cómo? ¿Cuánto hacía? José Antonio Fernández ni se había
enterado. Bastante tenía él, José Antonio Fernández, casado con Dolores
Sarmiento, sin hijos, y taxista de toda la vida, bastante tenía él con concentrarse en la
carrera y no mancharse. Poco después de bajarse ellos, a una distancia
prudente, estacionó y descendió del coche para comprobar el estropicio. No
habían ensuciado nada. Todo en orden. Empezó a dudar de todo lo visto, oído,
olido. ¿Serían alucinaciones? ¿Lo habría imaginado todo?
Durante el siguiente trayecto,
las imágenes de lo sucedido le asaltaban desordenadamente y no le daban tregua y, para colmo, la cara de su mujer se le entremezclaba imposible de encajar en aquel puzzle.
Hacia la una de la madrugada aceptó que ya no podía trabajar tranquilo así que
decidió que lo dejaba y se dirigió a su casa. Media hora más tarde llegó. Entró
a tientas en el recibidor y sin encender la luz, lleno de un deseo insospechado
del que ya no se creía capaz avanzó hacia el dormitorio, empalmado de nuevo.
Desde el quicio de la puerta sintió la respiración de su mujer, su olor.
Desesperado, se abalanzó sobre ella, muerto de hambre de un cuerpo, dispuesto a
engullirla con la brutalidad ancestral de los océanos. Hacía cinco años que
dormían en la misma cama sin tan siquiera rozarse los pies.
A la mañana siguiente sentados
delante del café, él la miró. Orgulloso y atrevido por su reciente capacidad
amatoria, con una sonrisa más pícara que tierna, le dijo: “qué gustito te di
anoche, ¿no? ¿Satisfecha?”. Ella, Dolores Sarmiento, se bebió su café negro de
un sorbo, se incorporó de su asiento decidida, se fue hacia la silla del hombre,
la giró, y se colocó exactamente frente a él. Lo miró un instante, se inclinó
como para besarlo y, acto seguido, le propinó una tremenda bofetada.